Laura Verissimo de Posadas[1]

Introducción

Cuando las palabras tiemblan y flaquean ante la página en blanco y frente a la maraña oscura del pensamiento, los poetas llegan en auxilio.

Sin darme cuenta, he seguido la exhortación de Freud de recurrir a ellos.

Circe Maia (2007) acude con versos que dan título a este recorrido. Tatiana Oroño (2017), con su decir, me devela una de mis razones para este intento: “Escribo lo que pasó para que pase algo que modifique lo que está pasando”.

Escribimos para dar un tiempo y un espacio a la perplejidad y la impotencia, para desovillar sentimientos e interrogantes, eso que acosa y demanda otro destino que la repetición y el malestar.

A veces, es a partir de un encuentro o una conversación fortuitos que se empieza a perfilar un camino de escritura, un trayecto a recorrer que uno no sabe ni adónde llevará, ni por cuáles geografías habrá de pasar ni cuán trabajoso o disfrutable pueda ser. Menos aun se sabe qué “cosa” propia, no sabida ni pensada, encontrará en las letras su primer balbuceo o alcanzará palabras, siempre precarias, siempre insuficientes. El dilema que se plantea es desertar de antemano, distraerse ‒de lo que acosa y de la angustia que asoma‒ o arriesgarse.

El disparador de este trabajo, su resto diurno, fueron cinco palabras “Yo me analicé con Helena [Besserman Vianna]”.

Creo que solo al final de este texto, tanto el lector como yo misma podremos entender apenas algunas de las razones del poder que estas palabras tuvieron sobre mí.

Conocía el nombre de Helena Besserman Vianna desde la década del 70, cuando los países latinoamericanos iban cayendo bajo las dictaduras militares que cooperaron entre sí con el siniestro Plan Cóndor. Guardo la imagen de una luchadora solitaria, respetada por muchos ‒acusada y puesta en peligro por otros‒ por su coraje durante la dictadura brasileña (1964-1985), gobierno militar que violó la Constitución, como lo hicieron las otras dictaduras latinoamericanas, y sustituyó la legalidad constitucional por una “legalidad” propia, los Actos Institucionales. Suprimió, así, derechos y garantías de los ciudadanos, y persiguió, torturó y desapareció a los opositores.

Aquellas cinco palabras, escuchadas en un clima de afectos e historias reencontradas, despertaron mi deseo de saber cómo era Helena en su práctica en su consultorio, cómo era su escucha, cómo era su modo de posicionarse como analista. A la vez, se me ocurrió que su “caso” puede echar luz a la reflexión sobre el entrelazamiento ‒inevitable‒ entre el analista y su práctica con el medio sociocultural en el que la ejerce.

Me propuse explorar tanto su compromiso con la causa de los Derechos Humanos como su compromiso con la “causa” del psicoanálisis. No me anima la intención de delinear una semblanza personal, sino, a través de los avatares de su épica, analizar problemas actuales.

Me interesa particularmente identificar rasgos contemporáneos de los comportamientos sociales y, en especial, el modo en el que las instituciones analíticas y quienes las integramos somos permeados por ellos en esta era llamada de la posverdad, con sus relatos, sus modos “líquidos” de relacionamiento, la laxitud de las actitudes y prácticas ‒cuya evaluación parece limitarse a la medida del éxito sin consideraciones por los medios para obtenerlo‒ y los modos de ejercicio de las responsabilidades públicas a los que hoy asistimos. Como parece imposible que seamos inmunes, habría que indagar en qué medida estos rasgos moldean también a las instituciones analíticas. Esta inquietud hace a la dimensión ética de nuestra práctica, tanto con nuestros analizandos como con nuestros colegas ‒y los aspirantes a serlo‒, así como en nuestros modos de relacionarnos con el medio.

Como sabemos, los rasgos salientes de cada época se revelan por el habla. Los lugares comunes y las muletillas de la nuestra sugieren ‒y conducen a‒ la trivialización del conflicto (“todo bien”, “de eso hay que olvidarse”), como si el arte de la política fuese la negación ‒necesariamente mentirosa‒ del conflicto, y no la búsqueda de formas de superarlo. También promueven la anulación de la pesadumbre o el impacto (“tranqui”, “no pasa nada”) o estrategias de disolución de la responsabilidad (“en el acierto o en el error”, “como te digo una cosa, te digo la otra”).

Tan es así que, en su actualización de 2017, la Real Academia Española incluye, entre otros nuevos términos, el de posverdad (“Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la pos verdad”). Incluye, también, el sustantivo buenismo (“Actitud de quien, ante los conflictos, rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con excesiva tolerancia”).

No solo nos hemos habituado a estas expresiones, ellas moldean nuestro pensamiento y nuestra acción: no cuestionar, no reaccionar parece ser el lema de la corrección política. Somos llevados, así, a una pérdida de reflejos, y quedamos pasivizados por ese discurso. Sin darnos cuenta, nos resignamos a ser colaboradores eficaces y cómplices, tanto por el silenciamiento de algo que debe ser dicho en voz alta como por la falta de reacción a procedimientos que saltean normas que sostienen el lazo grupal, normas cuyo valor radica en su función reguladora y sus efectos “pacificadores” de las tensiones y conflictos inevitables en todo agrupamiento humano.

“Cuando callar es mentir”[2]

Decía, al comienzo, que escribir es emprender un camino que no se sabe adónde lleva.

En este caso, ya tenía planteados a los personajes principales: Helena, como moderna Antígona; su colega psicoanalista (aunque de otra sociedad), Leão Cabernite, analista didacta de un médico y candidato a psicoanalista, integrante del equipo de torturas del Ejército, Amílcar Lobo; la institución de pertenencia de ambos (Sociedade Psicanalítica do Rio de Janeiro, SPRJ); la institución de Helena (Sociedade Brasileira de Psicanálise do Rio de Janeiro, SBPRJ) y la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA, por sus siglas en inglés).

Sin embargo, se me ha cruzado, elevando su voz desde una maleza espesa de silencio y olvido, otra mujer. Ella es judía alemana, hija del psiquiatra de orientación freudiana y militante socialista Dr. Heinrich Stern, quien, luego de ser arrestado por la Gestapo y liberado a los pocos días, emigró a Francia con su mujer y su hija, Anne-Lise. Se instalaron en Blois. Cuando los alemanes tomaron París, debieron huir a la zona libre, pero, en 1942, con la ocupación, Anne-Lise, que debió ocultarse bajo una identidad falsa, fue denunciada como judía y arrestada el 1° de abril de 1944. Fue deportada a Auschwitz-Birkenau y luego trasladada a otros campos de exterminio nazis, “ese agujero negro, ese anus mundi[3] (Stern, 2004), “el infierno”, “fuera del mundo”, donde “ya no se puede pensar, es como estar muertos” (Primo Levi, 1995, p. 23).

Tras la capitulación alemana, en el verano de 1945, de regreso a Francia, fue acogida en Lyon por la Cruz Roja, cuando solo tenía 24 años. Es profundamente conmovedor su relato en “Tiempo de cerezas” (Stern, 2004, p. 301) del reencuentro con sus padres, a quienes creía muertos: “para nosotros todo el mundo estaba muerto, entonces mis padres también […]. Ellos fueron capaces de escuchar el horror, padres suficientemente freudianos para poder escuchar todo, digo todo, lo que yo tenía para contar” (p. 113). La alentaron a narrar lo inenarrable y a escribirlo. Recordemos que en la sociedad de posguerra ‒como lo testimonia, entre otros, Primo Levi[4]‒ el silencio es lo que prevalece. No fue esa la experiencia de Anne-Lise a su regreso:

Reemerger de eso, de los campos, de haberles dicho todo, ha tomado largos años de psicoanálisis. Pero es también esto ‒y mi chance en el campo mismo, mi relativa poca deportación en relación a los otros‒ lo que hizo posible que me volviera analista a pesar/a causa del campo. […] No poder hablar de ello por el hecho de no ser escuchada, eso lo conocí mucho más tarde y, lamentablemente, sobre todo en la comunidad psicoanalítica. (Stern, 2004, p. 113)

Anne-Lise Stern integró la llamada “tercera generación”, condición que compartió, entre otros, con Jean Laplanche y Serge Leclaire. Esta es la única mención registrada en el Diccionario de Psicoanálisis de Roudinesco y Plon en el artículo dedicado a Leclaire: no hay una entrada específica dedicada a ella. La biografía de Lacan, de la misma autora, recoge únicamente dos magros comentarios al pasar, aun cuando Anne-Lise trabajó durante años en servicios hospitalarios dirigidos por Jenny Aubry, produjo textos sobre su clínica desde la perspectiva de la enseñanza de Lacan ‒de quien fue analizanda‒ y participó en publicaciones y debates que tuvieron amplia difusión en la prensa. En La batalla de cien años (Roudinesco, 1993)es mencionada apenas como quien tuvo la iniciativa de reunir a Daniel Cohn-Bendit con Lacan (p. 81), por su participación en las jornadas de psicosis organizadas por Maud Mannoni en 1967 (p. 113) y por su interpelación a Althusser en una de las tormentosas reuniones, de principios de 1980, subsiguientes a la carta de Lacan de disolución de la Escuela Freudiana de París (EFP) (p. 269).

Tampoco es citada en trabajos dedicados a los horrores del siglo XX. Su libro, Le savoir-deporté (Stern, 2004), es desconocido por psicoanalistas latinoamericanos (comunicación personal) como Maren y Marcelo Viñar, Daniel Gil y Mariano Horenstein, que han analizado laShoáy sus secuelas en Occidente, aunque ella misma, a sus 22 años, haya sido víctima y testigo de los campos de exterminio, y aunque Pierre Vidal-Naquet afirme que sus textos alcanzan “la cima de la literatura concentracionaria”.

Tanto silencio y olvido en torno a ella me intriga. ¿Cómo no la descubrimos al leer a Primo Levi, Semprún, Antelme…?

Sus textos y sus intervenciones orales en los congresos de L’École Freudienne de Paris llevan la marca, dice Catherine Millot (2004), de un doble compromiso militante. “Anne-Lise recordaba, incansablemente, que los campos (como se decía entonces, antes de que empezáramos a decir Shoá) ocupaban un lugar central en el malestar, por no decir la infelicidad, de nuestro tiempo” (párr. 2). Millot reconoce que durante mucho tiempo resistió a la interpelación de Anna-Lise, y que no era la única:

Nadie la escuchaba […] En lo que me concierne, me era muy difícil escucharla. Me agotaba. Lo real es lo imposible de soportar, decía Lacan. […] la insistencia de un real tomando en la palabra de Anne-Lise la forma de la obsesión. (párr. 3)

En 1979, como respuesta a la ofensiva negacionista de los crímenes del nazismo, cuyo principal vocero en Francia es Robert Faurisson, Anne-Lise abre un seminario:

En 1979-1980 vimos subir a la escena pública a los negacionistas. La deportada que yo soy pidió auxilio enseguida a sus colegas psicoanalistas. Pero ellos no entendían la urgencia. Lacan ya se estaba yendo [alude a su enfermedad; murió en setiembre de 1981]

y los otros no veían que se estaba por hacer saltar un candado, un candado ético. Ahora todos sabemos lo que se ha engullido esa brecha. (Stern, 2004, p. 109)

Anne-Lise considera que ese seminario es un “acto público, no solamente un acting out” (p. 265).

Me detengo en esta concisa formulación porque me parece profundamente analítica y condensa lo que intento transmitir en este texto: Anne-Lise, en tanto psicoanalista, interviene en la polis (“acto público”), crea un espacio donde se habla “justamente de lo que la comunidad de psicoanalistas, en su conjunto, excluye” (p. 268), desarrolla un trabajo de “investigación-testimonio” que pone en juego la memoria, tanto lo que se censura u omite como también sus usos y abusos. A la vez, en tanto psicoanalista, no pierde de vista la relación con lo inconsciente, con la pulsión y la expresión en acto de lo que, en ella misma, insiste y “no cesa de no escribirse” (Lacan). Decir “no solamente acting out” es una legitimación de esta dimensión y, a la vez, es rescatarse de la sumisión, tan frecuente entre nosotros, analistas, a la psicopatologización del acto[5].

También a Helena Besserman Vianna se le demandaba callar. Su libro se titula Nāo conte a ninguém… (1994).

En su texto de homenaje a Horacio Echegoyen, René Major (2017) evoca la calidad de “hombre de principios” de quien fuera presidente de la IPA (1995-1999).

En términos de Anne-Lise, Echegoyen hizo “saltar el candado” del silencio. En este caso, un silencio relativo a graves faltas a la ética, tanto en la práctica como en la transmisión del psicoanálisis. Desde el año 1973 fue justamente el silencio de las instituciones lo que constituyó el amparo al presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Río de Janeiro, Leão Cabernite, y a Amílcar Lobo, analista didacta y analizando, respectivamente, analizando que era, a la vez, miembro de un equipo de tortura como oficial de reserva del Ejército. Helena es quien, en ese contexto de ruptura de la legalidad de la dictadura brasileña, tiene el coraje de hablar, de pedir ayuda, enfrentando la desmentida colectiva[6]. No bastaba su coraje personal, se requería de una apuesta institucional a enfrentar el mal, que desde el afuera, desde el terrorismo de Estado, había infiltrado la formación de los analistas. Pero el imperativo institucional (Calmon et al., 1999, p. 15) exige silencio, “silencio mistificador mantenido por casi una década por las sociedades psicoanalíticas de Río de Janeiro y por la IPA” (Besserman Vianna, 1994, p. 21).

El problema a discutir, entonces como ahora, y que “se debe continuar discutiendo es la postura de las sociedades psicoanalíticas ante la tortura y la dictadura, para que, finalmente, todos sepamos por qué una sociedad psicoanalítica se somete a lo irracional” (Besserman Vianna, 1994, p. 20). Tema siempre vigente y que no puede eludirse considerándolo como una “pelea de cariocas”, como con acierto señala Miguel Calmon en la entrevista citada (Calmon et al., 1999, p. 12).

Por el contrario, nos atañe a todos, a cada analista y a cada sociedad psicoanalítica. Volver sobre el “caso carioca” es un modo de impulsar el análisis de la institución de pertenencia y la exploración y el cuestionamiento de las defensas colectivas.

Una de ellas es el recurso de la exclusión recíproca entre política y psicoanálisis, lo que para Helena es “lenguaje doble cotidiano y esquizofrenizante” (Calmon et al., 1999, p. 15). Así se descalifican acciones y textos que rescatan el psicoanálisis de la burbuja en la que se lo quiere recluir, como si esta reclusión no constituyera, en sí misma, un acto político.

Este recurso de exclusión lo padece también Anne-Lise cuando intenta el “pase”, en L´école freudienne en 1971: un miembro del jurado fundamenta el rechazo diciéndole que “han oído hablar de política, no de psicoanálisis”, como si su historia como mujer y como psicoanalista pudiera desgajarse de su historia como judía y deportada, como si pudiera recortarse de la de sus padres y de la Historia.

Helena Besserman corrió riesgos serios y padeció humillaciones por parte de las sociedades que invocaban la “causa” de la institución. Este otro recurso, la excusa de su preservación, tiene una larga historia, como sostiene Roudinesco (2014/2015):

La política del pretendido “salvamento”, orquestada por Jones y defendida por Freud, fue un completo fracaso que se traduciría, tanto en Alemania como en toda Europa, en una colaboración lisa y llana con el nazismo, pero sobre todo en la disolución de todas las instituciones freudianas y la emigración hacia el mundo angloparlante de la casi totalidad de sus representantes. De no habérsela implementado, el destino del freudismo en Alemania no habría cambiado en nada, pero se hubiera preservado el honor de la IPA. Y, sobre todo, esa desastrosa actitud de neutralidad, de no compromiso, de apoliticismo no se hubiera repetido a posteriori bajo otras dictaduras, como en Brasil, Argentina y muchos otros lugares del mundo. (p. 414)

Esta prehistoria ‒aunque nos sea desconocida‒ nos habita y nos detiene. Aun cuando los atentados a la ética nos estallen en la cara, el temor a ser considerado moralista o cazador de brujas paraliza la reacción.

En situaciones de normalidad, no se trata del riesgo de la integridad personal o institucional, sino que el cuidado de la institución es, en ocasiones, la racionalización del cuidado del feudo, del poder de quien predica y ejerce tal cuidado recurriendo a no importa qué prácticas.

Se trate de un fin u otro, este justifica los medios. Alguien se arroga el lugar de un “superior iluminado” en quien se delega la facultad de pensar, y se impone la “ética del funcionario” (Gil, 1999, p. 11), rebaños acéfalos que “reciben línea” son anulados en su capacidad de análisis y juicio para discernir el bien del mal en cada situación. Virtualidad siempre presente de la tendencia humana a la “servidumbre voluntaria”, brillantemente señalada por el joven Etienne de la Boétie en 1576.

Desde los primeros agrupamientos a partir de Freud, un lúcido Ferenczi (citado por Roudinesco, 2014/2015) decía:

Conozco bien la patología de las asociaciones y sé hasta qué punto suelen reinar en las agrupaciones políticas, sociales y científicas la megalomanía pueril, la vanidad, el respeto de las fórmulas vacías, la obediencia ciega y el interés personal, en lugar de un trabajo concienzudo consagrado al bien común. (p. 138)

Otra fuerza paralizadora proviene de elaboraciones afectadas por tales accesos de sutileza, tales arabescos retóricos ‒una especie de sibaritismo intelectual‒ que llevan a considerar los asuntos de la polis desde las alturas de una aséptica arrogancia.


[1]⃰ Asociación Psicoanalítica del Uruguay.

[2] Miguel de Unamuno.

[3] “ce trou noir, cet anus mundi” (la traducción del francés y el portugués es personal en todos los casos).

[4] Recién en 1963, luego de la publicación de su segundo libro, La tregua, Primo Levi logra una amplia audiencia, así como el reconocimiento para su primer libro, escrito en 1945.

[5] Este seminario, desarrollado a lo largo de 30 años bajo el título de “Campos, historia, psicoanálisis: Su anudamiento en la actualidad europea”, será reconocido desde 1992 por la Maison des sciences de l´homme.

[6] La Clínica da familia de Rio das Pedras, en Río de Janeiro, lleva el nombre de Helena como homenaje a su lucha a favor de la ética en psicoanálisis y por su participación, junto con su marido, el Dr. Luiz Guillerme Vianna, en movimientos contra la dictadura militar. Por su empeño en la redemocratización de Brasil, Helena recibió la medalla Chico Mendes.

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